miércoles, 12 de septiembre de 2007


'Sir Alec Guinness fue el actor clásico inglés que mayor fama internacional obtuvo a través del cine. Me refiero al conocimiento de las multitudes, por supuesto. Y es que mientras todo el mundo recuerda la perra que le cogió por aquel dichoso puente sobre el río Kwai, o los ocho papeles de Kind Hearts and Coronets, pocos espectadores que no sean adictos al West End londinense -es decir, la mayor parte de la humana especie- conocen a primeras figuras como Pamela Brown, Paul Scofield o Edith Evans (la mejor Lady Bracknell que la madre Oscar pudo imaginar). Si Alec encontró un vitalicio a partir de 1948, con la memorable versión de David Lean de Oliver Twist, aquél culmina con La guerra de las galaxias, donde interpretaba el papel de Obi-Wan Kenobi.
Cuenta el anecdotario del cine que para aparecer en la saga de Lucas, cobró sir Alec Guinness un punto de participación en los beneficios, y como éstos fueron apoteósicos quedó convertido en un Creso para el resto de sus días. No sé si para un papel tan tonto era necesario un actor tan grande. Pero que el Obi-Wan fue un vitalicio, eso va a misa, aunque sea anglicana. Con películas más valiosas debió de ganar muchos menos doblones el sir difunto. Dios le tenga en sus galaxias.
Particularmente, mi devoción por Guinness parte de dos papeles situados más a ras de tierra: su memorable Marco Aurelio en esta obra maestra incomprendida que es La caída del imperio romano -la madre de todos los Gladiators- y, especialmente, el papel del príncipe Faisal en Lawrence de Arabia , madre definitiva de todas las películas de desierto con loca sadomaso incluida. Se dirá que en la carrera de Sir Alec hubo papeles de mucho mayor lucimiento -a veces hasta excesivo-, pero lo que me apasiona de las dos interpretaciones citadas es el extraordinario mimo con que el intérprete trata un elemento -es decir, un don-, poco cuidado a veces en las películas: el idioma, en este caso el inglés, con todas sus riquezas.
Durante años estuve utilizando esas películas para perfeccionar mi acento inglés, lo cual quería decir alejarme lo máximo del norteamericano, o lo que se hable en aquellas lejanas junglas. Utilicé también con profusión unas cassettes de gran utilidad en los años setenta, cuando aún no existía el vídeo: grandes piezas de la literatura interpretadas por las primeras figuras de la escena inglesa. Podía pasar de Dylan Thomas leído por Richard Burton a Próspero recitado por Gielgud. Y entre muchas auténticas perlas, en la voz de la sublime Claire Bloom, a la mejor Julieta del siglo. Curiosamente, me defraudó el Macbeth de sir Alec: por una rara ocasión, esa voz prodigiosa carecía de presencia, a la interpretación le faltaba autoridad y se perdía todo el clima maligno de la obra ("una obra que huele a azufre por los cuatro costados", me dijo un día Peter O'Toole). Pese a todo destacaba, como siempre, el exquisito cuidado del idioma, el gusto por los malabarismos en el ritmo, la magia en las flexiones. Nada de lo que me había enseñado el cine de los sábados. Y es que, seamos sinceros, entre el inglés de Alec Guinness y los escupitajos de Bogart existe la diferencia que va de la cultura a la barbarie.
Claro que el gran cine siempre gastó bromas muy pesadas. Guinness tenía el idioma y Bogart la magia. Es como Marilyn: nunca podría interpretar a Porcia, pero me pregunto si le hacía puñetera falta siendo como fue una Lorelei Lee tan divina.


Terenci Moix ( El País, agosto 2000)

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